Presento a uno de mis personajes preferidos, Dund, una criatura que hace su primera aparición en La tierra de los bardos que engañaban a la muerte, un de los relatos de El Secreto del Dragón, y de la que aquí reproduzco un fragmento. Mucho me temo que volveremos a ver muy pronto en su propia serie, dentro de este blog;




—En Nantin no hay niños —dijo una voz aguda, susurrante, que venía de esas raíces. Oliver continuó caminando como si no la escuchara, pero aminorando el paso.
—En Nantin, cuando llegan niños les salen canas en dos días y a las niñas les crecen senos enormes y sus caras se llenan de arrugas, como si fueran viejas.
Oliver no contestó, continuó caminando. El ser que le hablaba se arrastraba debajo de las muchas raíces, siguiéndolo.
—En Nantin serás esclavo por siempre.
—¿Qué quieres? —le preguntó susurrando el niño.
—Te he visto observar las bayas prohibidas.
—No son apetitosas, parecen venenosas. No tengo interés en ellas.
—Pero sí en escapar.
—¿Qué me sugieres?
—El que prueba una baya puede encontrar la muerte o puede salir de aquí. Lo único seguro es que no será un esclavo.
—Podría morir.
—¿Qué tienes que perder?
Oliver ya lo había pensado, lo venía meditando desde que el brujo mencionara Nantin, desde que había visto la primera baya.
Arrancó uno de aquellos frutos. Lo introdujo vacilante entre sus labios y presionó suavemente con ellos. El fruto reventó soltando un jugo amargo.
Observó sus dedos manchados de un negro púrpura y miró una vez más al último niño de la fila, que se perdía en la bruma. Después todo fue oscuridad.

El sol era una bola opaca detrás de un tul de nubes.
Supuso, sería la mañana o tal vez el mediodía de un lugar siempre sombrío.
No había rastros de los otros niños ni del flautista. Ahora podía ver el camino que habían recorrido por la noche, el mismo se bifurcaba en dos. Uno ancho llevaba a Nantin y posiblemente todos lo habían seguido; el otro angosto, zigzagueante, se perdía dentro del bosque.
En el ángulo donde ambos caminos se separaban había una gran roca redonda y plana y sobre ella algo se movió.
Allí estaba la criatura que le había hablado, era de verdad fea, arrugada como la roca, con ojos enormes y negros. Estaba sentada en cuclillas, abrazando sus piernas largas y huesudas.
—No estoy muerto. ¿Significa que puedo salir de aquí? —le dijo con inocencia el niño.
La criatura hizo una pirueta extraña, sentándose con las piernas cruzadas en una postura imposible.
—Aún no estás nada, ni vivo ni muerto. Aunque yo te veo más muerto que otra cosa —le contestó en tono de mofa.
—¡Estoy vivo! —gritó el niño.
—El camino ancho llevaba a la esclavitud, el camino angosto a la muerte o… a la muerte —rio el ser.
—No tiene sentido. Te burlas de mí.
—Sí, me burlo, pero lo que digo es verdad. Los vivos no ven ese sendero. El mismo conduce a la libertad que buscas. El problema es que al cruzarlo te encontrarás con el Guardián y ese no deja pasar a nadie, vivo.
—¿Entonces es verdad? ¿Nunca podré salir del bosque?
—Sólo un chico logró hacerlo hace mucho. El engañó al Guardián.
—¿Cómo?
—Para vencer a la muerte hay que morir —dijo la criatura en tono siniestro.
—No lo entiendo.
—A ese niño le gustaba la música, tenía una pequeña flauta. Te diré lo mismo que le dije aquella vez: El verdadero arte es el don del engaño —contestó la criatura antes de hacer una cabriola en el aire y desaparecer.

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