Raiju
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Raiju
Crecí en un
edificio viejo, manchado de smog, ubicado frente al zoológico de la ciudad.
Una avenida
congestionada lo separaba de lo que para la mayoría de los niños era un paseo
maravilloso y para mí, un lugar tétrico.
Si hubiera nacido
en una familia normal, al ser hija única, podría haber sido malcriada y
sobreprotegida, pero en mi caso el destino cambió la excesiva atención por el
control absoluto.
No podía
decidir qué ponerme o cómo peinarme. Mi madre con mano de hierro supervisaba
cada cosa que hacía, desde la letra de mis cuadernos hasta el orden en que
colocaba las medias. A veces su excesiva intervención me sofocaba tanto que
sentía que no podía respirar, entonces, faltaba a clases víctima de un ataque
de asma. Como «era asmática» no me dejaba realizar ninguna actividad física, no
me permitía correr.
Dada mi rareza
e inseguridad, no tenía amigos y la única cosa que sí podía hacer, además de
ver televisión, era mirar por la ventana.
Pasaba las
tardes observando la calle, a la gente y al zoo. Alcanzaba a divisar las
pequeñas cajas metálicas con criaturas insólitas dentro. Un búho blanco, en un
cubículo del tamaño de un ascensor, movía su cabeza negando sin parar y sólo se
detenía cuando el público desaparecía; Manfredo, el elefante, de pronto y sin
motivo, delante de niños arrojando maní, comenzaba a golpear su gran cabeza
contra un muro hasta hacerla sangrar.
Pero de todos
ellos los leones eran los que más me impresionaban. Durante el día bostezaban y
dormitaban al sol, estirando sus enormes patas. Nunca miraban a la gente, sus
ojos amarillos se perdían en un horizonte inexistente y traspasaban a los
míseros humanos.
En
la noche se movían en sus jaulas y rugían de una forma misteriosa y
perturbadora. No podía precisar si era un lamento o el deseo de matar.
En el silencio
de la medianoche, cuando Pepe, el marginal de nuestra esquina, roncaba
recostado a las persianas bajas del bar; yo no podía dormir. Aquellos rugidos
profundos e irreales me lo impedían.
Podía sentir
al inmenso animal caminar en la oscuridad a lo largo de la jaula; ir y venir en
un espacio de pocos metros, con el cuerpo pegado a los barrotes, peinando su
magnífico pelaje contra las rejas, abriendo su gran boca en un jadeo constante.
El
rugido incansable continuaba hasta que sentía que las fieras estaban sueltas y
cerraban círculos cerca de mí. Entonces, mi razón se revelaba: los leones no
podían salir de sus jaulas ni caminar por la ciudad ni subir las escaleras del
edificio. Pero al sentirlos tan cerca, mi mente me arrojaba una rápida
explicación: algún funcionario había dejado la jaula mal cerrada. No sería la
primera vez. En una ocasión un chimpancé había escapado y cumplido su sueño:
trepar a un inmenso árbol que crecía en la acera. Un funcionario gordo, de
overol azul y cara de retardado le había disparado con un arma de
tranquilizantes, y el simio, que estaba a más de veinte metros de altura, había
caído dejando un charco de sangre.
Cuando cumplí quince
años escapé por una noche, me fui con mis jeans
nuevos. Nunca me olvidaré de esos jeans.
El día de mi
cumpleaños mi tía me los había traído en un paquete rosa con un gran moño
violeta. Cuando los vi, corrí a probármelos. Me di cuenta que me quedaban
perfectos, como hechos para mí.
Mi madre no me dijo nada, pero fijó sus ojos
color verde moho, con estribaciones rojizas, debido a sus muchas alergias; en
mis pantalones. Era una mujer represiva y reprimida, así la habían enseñado y
había hecho de ello una bandera. Su hermana, en contraposición, se había ido de
su casa muy joven y luego de vivir su propio calvario, había regresado como una
mujer independiente. Mi tía me hizo un giño y se fue después de intercambiar
miradas tensas con mi madre.
Sabía que me los iba a tirar, en cuanto me fuera a
la escuela o me durmiera, siempre hacía eso con las cosas mías que no le
gustaban.
Por eso, a manera de afrenta, dormí con los
pantalones puestos.
Esa noche
los leones rugieron mucho. Soñé con sus pisadas sigilosas y sus cabezas
agachadas detrás de arbustos y muebles.
—¡Quítatelos! Tienes que prepararte para la
escuela —me dijo a la mañana saboreando el inevitable hecho.
—¡No! Voy así, todo el mundo lo hace —le
contesté desafiante. Sólo pensar en ponerme aquella falda gris que me llegaba
hasta abajo de las rodillas, me asqueó. Era como si ese pantalón fuera mágico y
hubiera sacado otra personalidad de mi interior.
—¡No
lo harás! —me dijo ignorando mi resolución como si mis palabras no significaran
nada.
Tomé mi mochila y mi campera, y corrí.
Sabía que no iría a ningún sitio, que aún no podía
escapar, pero estaba confusa y necesitaba entender esa rabia que comenzaba a
embargarme.
Terminé frente a la jaula de los leones.
Una gran leona veterana, exhibía su voluminosa
barriga y caminaba arrastrándose y jadeando, sus tetillas hinchadas tenían
nervaduras azules que se perdían en la piel amarilla. Me pregunté si en la
naturaleza sería así, tan doloroso y sufriente como evidentemente estaba siendo
para ella, y me respondí que no.
Seguramente un animal tan viejo estaría muerto o, sencillamente, no sería
madre. Miré con bronca al maldito cuidador retardado, que le arrojaba en ese
instante trozos de carne bordó envuelta en una nube de moscas.
Recordé que
una vez, alguien había puesto en la misma jaula a una pantera negra y un jaguar
hembra. Los animales se hicieron pedazos, llevando la peor parte la pantera,
una de las últimas de su especie, qué murió a causa de las heridas. La breve
explicación de los noticieros fue que había sido un error, aunque los
comentarios en el barrio eran que lo habían hecho para ver «qué pasaba», y siempre
creí que había sido el «retardado».
Por
eso no me sorprendió que una leona vieja, que ocupaba sola su jaula, ahora
estuviera preñada.
Siempre he
creído que la ciudad no es un lugar para leones ni para ciervos; los es para
los humanos, sus perros; las ratas que nadan en las bocacalles; las gaviotas
que picotean basura; pero no para criaturas que parecen dioses.
Permanecí
en el zoo, pensando en qué hacer con mi vida, intrigada por la leona sufriente.
Observé
que un hombre de túnica blanca entraba a la jaula. Supuse que el parto estaba
próximo.
El
cielo se fue oscureciendo por la llegada de la noche y también por las
numerosas nubes que se agolpaban.
Me escondí en
un nicho que formaba una antigua jaula derruida, desde donde podía observar.
Dos hombres más entraron, le dieron un
tranquilizante al animal que pareció entregarse sin resistencia. Cuando estuvo
quieta, pasaron el cuerpo a una lona plástica, luego lo levantaron e
introdujeron por la puerta del pequeño cubil que estaba detrás. Aunque se
perdieron de mi vista, podía oír el continuo jadeo de la criatura, que apenas
adormecida, continuaba sufriendo.
Los gemidos
crecieron amortiguados por el repiqueteo de la lluvia.
El agua comenzó a caer con fuerza y a mojar mi
ropa interior, mientras rayos golpeaban con rabia el cielo.
Algunas centellas saltaron de un árbol al enredado
tendido eléctrico del parque, aturdiéndome. La electricidad serpenteó por los
cables y salpicó mi estómago. Me retorcí dolorosamente sacudida y sentí un
gemido potente, sobrenatural, venir de la jaula.
Después el silencio fue expectante, tras el
cual, oí un grito agudo, indescifrable, mezcla de terror y vida.
No sé si fue
por la electricidad en mi cuerpo o por el frío, pero aquel chillido me
estremeció con espanto.
Los hombres
con sus delantales ensangrentados se marchaban y me apreté contra el nicho
impregnado de olor a humedad y orines antiguos.
La sangre corría
desde el interior de la jaula mezclándose en un río rojo.
Un terrible puntazo entre las costillas me
despertó. El sol no me dejaba ver el desagradable rostro de frente plana del
«retardado», pero lo reconocí, me estaba golpeando con el mango de un
rastrillo. Me levanté rápido pronta a correr, pero me cazó de la capucha.
Afortunadamente, en ese instante, apareció el director del zoo, un hombre
normal que llamó a la policía.
—¿Dónde estuviste,
puta? —me gritó mi madre antes de darme una bofetada y después de que el
oficial se marchara. Solo había usado esa palabra antes para referirse a mí tía
y no la recibí como insulto. Me fui a mi cuarto y cerré la puerta, pero ella me
siguió, me volvió a tratar de puta y dejó la puerta abierta.
Había
observado con espanto el nacimiento de algo nuevo, doloroso como era aquella
vida, y al llegar la noche, pese a que mi hermoso jean
embarrado fue a parar a la basura, a la gripe que pesqué y a la fiebre que la
acompañó, supe que algo había cambiado dentro de mí.
La televisión
daba entusiasmada la noticia: Blanca, la leona, había dado a luz un único
cachorro, al cual había rechazado.
Raiju no era
un león común, había algo particular en él, quizás perturbador. Era
completamente blanco y sus ojos rojos como la sangre.
Dos meses
después alcancé a ver a aquel ser espectral convertirse en la gran atracción
del zoo y en la mascota del «retardado». La visión me produjo un insólito dolor
en el estómago y una gran angustia.
Fue entonces cuando dejé de mirar por la ventana.
Aguanté un año estoico, sufriendo el término de
una infancia inexistente y una adolescencia sombría, sin volver a soñar con
leones, pero con la sensación de que Raiju estaba allí, creciendo aislado y
observando mi ventana desde su reclusión.
Comencé a
visitar a mí tía, a ver tele en su casa, sólo para tener la excusa de no estar
en la mía.
Cuando cumplí
diecisiete decidí irme con ella. Mi madre dijo que si lo hacía, llamaría a la
policía para que me trajeran devuelta, le respondí que volvería a hacerlo una y
otra vez.
Ya en casa de
mi tía, una semana después, me llamó. Pese a todo, la atendí. Al principio me
dijo que estaba preocupada por mi seguridad, me ofreció ayuda económica para
estudiar, y casi le creí. Entonces empezó a recordarme lo peligroso del mundo.
La escuché en silencio, retrocediendo hasta chocar la espalda contra la pared.
Cuando sus palabras resonaron sobre mi piel remarcando el riesgo de sentir
cualquier felicidad o placer, le colgué.
Esa noche soñé que las luces de la ciudad pasaban
muy rápido y me escondía acechando.
Tras un gruñido ronco, desee la sangre de un
hombre.
Vi sus ojos abiertos, llenos de asombro y horror,
fijarse en la criatura inmensa que lo inmovilizaba por el estómago. Movió sus
brazos hacia la gran cabeza en un esfuerzo inútil. Las mandíbulas se hundieron
en su interior mientras emitía débiles quejidos. Raiju se sentó aplastando sus
piernas con su peso. Lentamente, comenzaba a devorar al infeliz que sólo podía
ver. Despacio mordisqueaba sacando trocitos de carne y lamia con delicadeza
cuando la sangre se derramaba.
Desperté en
medio de una tormenta, agitada, con la inquietud anidada en mi estómago.
A la mañana,
tras una siniestra sospecha, decidí pasar por mi antigua calle y entonces el
horror se apoderó de mí.
Había una gran
confusión y tras las cintas amarillas, policías y curiosos; pude ver un cuerpo
en la acera. Estaba tapado con una bolsa de nylon. La sangre había corrido por
las estribaciones de las baldosas formando varices. Pepe estaba muerto.
Al ver la mano
de uñas sucias y largas sobresalir de la bolsa, un recuerdo extraño me
sobresaltó. Era un sabor rancio, a sangre amarga, un gusto espantoso acompañado
de una tibieza húmeda.
Algo mareada
miré hacia mi antigua ventana, allí estaba mi madre observando, podía ver su
figura estacada.
Con el corazón
apretado decidí subir. Corrí la reja del viejo ascensor y presioné el botón
negro, que algún desquiciado había derretido con un encendedor y cuyas formas
me parecieron siempre un rostro deforme.
Mi padre leía el periódico en una esquina de la
mesa adusta que ocupaba la sala central, me miró por un segundo y continuó con
su lectura, sin más. Él nunca había intervenido, jamás había impedido aquellas
bofetadas que sonaban en la mesa y que quitaban el apetito.
—¡Siéntate! —me dijo mi madre mientras ponía otro
plato en la mesa.
—Yo…—balbuceé, no sabía por qué estaba allí, la
muerte de Pepe me había afectado de formas inquietantes.
Mi madre llenó mi plato con una sopa verde y
pastosa.
Comimos en silencio. El sonido de ambos sorbiendo
el líquido de sus cucharas era insoportable. Pero yo quería saber de Pepe, si
habían visto algo.
—¿Qué le pasó a Pepe? —le pregunté.
—¿Quién es Pepe? —me contestó indiferente.
—El marginal asesinado.
—No vimos nada, seguramente fueron drogadictos. La
noche es así y esa gente siempre termina mal. Por lo menos la calle estará más
limpia.
Me fui lo más rápido que pude.
Supe por el dueño del bar que había un gran
hermetismo oficial, aunque él no creía que fueran drogadictos.
Se llamaba Santiago y su rostro tenía algunas
pecas que le daban un aire inocente, de una infancia que aún no se iba del
todo, creo que por eso me gustaba tanto.
Hacía apenas seis meses que vivía con mi tía, pero
sentía que hacía mucho más.
La segunda vez que mi madre llamó la atendí por
error, esperaba a Santiago. Cuando sentí su voz fue como una pedrada en el
estómago. Sonaba diferente a la vez anterior, temblaba y me pedía que
regresara. Me decía que mi cuarto vacío le dolía. Quise contestarle que estaba
bien, que era feliz, pero en ese instante me asustó.
—¡Tienes que volver! O moriré.
—¿A qué te refieres? —le pregunté. Y entonces su
respuesta se volvió confusa.
Me dijo algo de que las mujeres decentes no salían
de noche, que me iba a perder como la tía. Y le corté.
Quise sentir pena por ella, toda una vida
escondida detrás de una ventana, cargando una red invisible y pesadísima que le
limitaba los movimientos y que le cansaba los huesos. Pero no pude, no hay
excusas para no vivir, me dije, no hay excusas para ser cobarde o robarle la
juventud a los demás.
La casa se la
había prestado un amigo, estaba desocupada todo el año a no ser por los tres
meses estivales en que su familia veraneaba. Habíamos ido en la primavera en
medio de un veranillo.
La casita
tenía puertas amplias que daban a un jardín salvaje con palmeras y pinos
gigantes. Estaba tensa y pensé que sería por la novedad, porque por más
enamorada que estaba, tenía dudas, cosas que daban vueltas en mi mente desde
algún oscuro rincón. Cinco meses juntos y había creído que estaba lista para el
siguiente paso, no había hecho más que desearlo y, sin embargo, de pronto me
sentía acobardada.
Una bicicleta
con manubrio oxidado le permitió a él regresar a la infancia y a mí imaginar cómo
hubiera sido la mía. Al mediodía me colgué del manillar con mi vaquero
desflecado, aquel que había recuperado de la basura; mientras Santiago seguía
un camino zigzagueante que suponíamos terminaba en la playa. Todo con él era
tan simple, tan divertido que la tarde pasó volando. Besos, caricias, carreras
hasta la playa y al miedo original se lo llevó el viento.
Al
regreso el cielo se había vuelto negro, la tormenta amenazaba con atraparnos
antes de llegar. Sentí una calma tensa, una expectación en el aire.
Al dar la vuelta en un recodo, el horror
regresó. Grité y caí hacia atrás. Santiago frenó la bicicleta de golpe,
derrapando. Paralizada, vi la imponente silueta blanca acercarse sigilosamente
a mi novio.
—No hace nada,
es manso —me dijo, y cuando me enderecé y observé mejor, me sentí estúpida, un
perro inmenso, probablemente un fila blanco nos movía la cola y babeaba
mientras Santiago lo acariciaba.
Cuando
llegamos la lluvia nos chorreaba por la ropa y el cabello. Él me tomó la
cintura y mi estómago hormigueo en forma inquietante.
Cuando el
primer rayo golpeó nos besábamos intensamente en la sala. Santiago avanzó y yo
se lo permití, le respondí cada beso subiendo la intensidad, enroscándome a él.
Tras los rayos
avanzamos en un trance imposible de deshacer, incapaces de detenernos.
La
estática y algo más poderoso recorrieron mi espalda y terminaron en mi sexo.
En un pasillo oscuro, la entrada de un edificio,
algo gruñía. Una criatura subió por las escaleras, su figura pálida brillaba en
la oscuridad. No parecía un león, sino un gato gigante, blanco y musculoso. La
sangre manchaba sus fauces y sus patas dejaban huellas por donde pisaba.
Él sabía que aún había tiempo para una muerte más.
Desperté del sueño agitada y busqué a Santiago, no
sabía que el dolor y placer podían ir juntos, rodamos, caímos al suelo y nos
abandonamos otra vez.
Al amanecer me desperté, sentía el sabor a hierro
en la boca, el gusto de la sangre.
La lluvia había cesado. El móvil de Santiago
sonaba. Él estaba completamente dormido. De pronto vi sangre en las sábanas
blancas que lo envolvían.
—¡Santiago! —grité sacudiéndolo.
—¿Qué..? —me dijo con los ojos pegados de sueño.
El alivio fue inmediato, miré intentando encontrar el origen. El teléfono
continuaba sonando.
—¿Puedes atender? —me dijo desperezándose.
Aún buscaba alguna posible herida cuando la voz
del otro lado me estremeció.
—¿Irena Gallier?
—Sí.
—Le
hablo del departamento de policía, lamentablemente ha ocurrido un terrible
incidente.
El miedo
creció cuando Santiago se levantó y pude ver en su espalda marcas en forma de
garras.
Me dijeron que
venían investigado a un funcionario del zoo por la muerte de Pepe. Que el mismo
tenía el perfil de un psicópata debido a su sadismo con los animales.
Sospechaban que había utilizado a Raiju para asesinar.
Al parecer en la noche había vuelto a liberar al
león, pero con un terrible desenlace para él. Acababan de encontrar el cadáver
del cuidador, mutilado y devorado en algunas partes.
Pero eso no era todo.
El león había cruzado la calle en la madrugada y
penetrado al edificio de enfrente.
Mi padre, mudo, había visto al demonio de ojos
rojos destrozar a mi madre sin misericordia y después, desaparecer.
Increíblemente, el león se había esfumado en medio
de la ciudad, sin dejar rastro. ¿Era posible que un león blanco estuviera
suelto en la ciudad? ¿Y que nadie lo hubiera visto todavía?
Sentí mi estómago nuevamente, pero no era dolor ni
miedo, ¿qué era?
Raiju, el espíritu blanco de ojos rojos que se
anidaba en mi ombligo estaba libre, y sediento, ya no tenía ningún freno.
Alivio, sentí alivio. Sentí espanto.
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