La ciudad de fuego: Capítulo1







Cazador oculto

Cristen creía que la Vieja lo sabía todo. 
Nadie nunca preguntaba qué había hecho cuando era joven o por qué estaba allí, nadie nunca hablaba de ello. 

La Vieja para Cristen estaba envuelta en un misterio aterrador y sagrado sobre el que todas callaban. Y esto era así porque entre esas mujeres marcadas ciertos actos podían ser respetables, incluso heroicos, otras cosas no y por el contrario eran imperdonables. 

Siempre recordaba con estremecimiento cuando trajeron a la chica que había ahogado a su bebé en un balde. Era muy joven, de aspecto extraviado y sucio. El día anterior a que llegara, un rumor se había expandido entre los pasillos y volado de colchón a colchón por la noche. Y, aunque nadie le había dicho nada, Cristen conocía la historia, había corrido por el aire en voces bajas. Sentía que algo ocurriría.

Tuvo un escalofrío cuando el ser desgreñado pisó en silencio por primera vez el comedor. Percibió cómo el suspenso se condensaba en forma de una intensa hostilidad. Vio desde lejos cómo las miradas se cargaban de odio, cómo el silencio podía matar y cómo el miedo salía arrastrándose de debajo de las mesas. Casi perdió el aire al ver cómo, de repente, una marabunta de mujeres alteradas saltaba furiosa, pronta a pegar el zarpazo en un grito tumultuoso que por muchos días no pudo olvidar. 

Fueron interminables los golpes y patadas en medio de una histeria generalizada que recibió aquella chica pálida, que pronto dejaba de gritar. Y como siempre, las policías llegaron tarde, porque aunque aún estaba viva cuando se la llevaron, su rostro ya no se reconocía, envuelto en cabellos pegados y sangre. Así la arrastraron, sostenida por un par de guardias, inconsciente, con las piernas colgando y marcando el suelo con dos líneas rojas hasta el sitio donde fue depositada transitoriamente, para ser llevada al hospital. Así fue como a los siete años, Cristen aprendió que la sangre tenía olor, uno intenso, que no se quitaba del aire aunque se limpiara el suelo con mucho cuidado.

La infeliz sobrevivió, pero fue trasladada a una sección aislada; no podía estar entre ellas. 

Esta era la principal regla de aquel lugar, una que todas cumplían como una religión sagrada. La verdad que transformaba en fieras celosas de sus crías a la más calma de las presas. Esta verdad era la que permitía que Cristen y otros muchos niños y niñas de cero a ocho años estuvieran allí, sellada con un pacto de buen comportamiento y tranquilidad, que hasta ese angustioso día, las autoridades habían logrado comprobar. 

Luego de pasado el tumulto y de las amenazas de enviar a todos los niños al Instituto, algo que hubiera sido imposible pues no había lugar para más de cincuenta niños de un día para el otro, las autoridades aceptaron que hubo un error. Uno que alguien de arriba por negligencia o por idiotez había desconocido. Por lo que, tras un nuevo pacto de tranquilidad, las cosas volvieron a ser, hasta donde lo permitía aquel extraño universo, normales.

Cristen vivía en la cárcel junto a su madre desde los tres meses de nacida y sabía que sólo podría permanecer junto a ella hasta los ocho años, después de los cuales, y no teniendo a nadie más en la vida, sería enviada irremediablemente al Instituto. Siempre y cuando su madre no logrará la salida adelantada o la conmutación de su pena por buen comportamiento, algo que Cristen temía aún más, pues aquella mujer no podía cuidar de sí misma.

Pero no por ello el Instituto dejaba de ser un fantasma en su mente, la continua acechanza en la que todos evitaban pensar. Porque por más horrible que fuera ese sitio, siempre había sido su hogar, y por más inútil que fuera su madre, el contacto tibio de su espalda al dormir era mejor que nada; cualquier cosa era mejor que el Instituto, donde no había pasillos interminables y secretos que descubrir, donde no estaba la Vieja.

Es así que para Cristen el miedo permanente y la incertidumbre eran como el frío en la cárcel, algo con lo que se había acostumbrado a vivir.

En el viejo y gris edificio de tres plantas en forma de ele, había más niños como ella, quienes teniendo en el mundo únicamente a sus madres, permanecían junto a ellas compartiendo parte de su suerte, como si en lugar de una prisión se tratara de una gran pensión. Una pensión cerrada, pero sin rejas y en la cual todas las puertas permanecían abiertas, incluso en la noche. Donde había horarios para todo y un patio con juegos de colores donados por una ONG.

Todos los días a las siete treinta la camioneta blanca del Instituto las esperaba en la puerta. 

Esa mañana, como de costumbre, la ropa limpia estaba apilada en el rincón que compartía con su madre, donde podían tener sus cosas. 

Terminó de hacer la cama y corrió al sentir el grito de la guardia en el pasillo y la bocina en la calle. 

Cristen ascendió junto a los otros niños y no mucho después la camioneta paraba en una escuela pública pintada de color rosa, con árboles grandes en la acera. 

Sus ojos verdes se reflejaron en el cristal de la ventanilla mientras observaba algunas madres entrar con sus hijos de la mano. Al detenerse el vehículo, se levantó con lentitud, bajó en último lugar. Naturalmente se sentía más cómoda si no tenía a nadie a sus espaldas, además sabía que se la tenían jurada.

La Gorda era una niña robusta de escasos pensamientos elaborados, aunque allí no los necesitaba. Tenía cachetes colorados como su piel rubicunda, y cuando se enfurecía o incluso estaba calma, le daban un aspecto amenazante y descontrolado. Su única estrategia siempre había sido la brutalidad y su total imprevisibilidad. Por lo que a su alrededor se respiraba cierto nerviosismo de parte de las otras niñas, en particular de Cristen.

El patio de la escuela era un rectángulo de suelo de hormigón, con una jaula de monos central. Aquella jaula tenía barrotes que creaban una estructura cúbica, eran de un metal negro, muy altos, gruesos y con olor y sabor a fierro. Evitaba esos barrotes porque le molestaba que le pisaran las manos o que pudieran empujarla por la espalda, y su textura y sensación al tocarlos le desagradaban. 

También había hamacas, siete en total, pero sanas, apenas cuatro; de las otras tres, dos ya no tenían asiento y la última tenía la tabla floja y torcida. Sabía que en el mundo de los adultos las cosas que se rompían rara vez volvían a arreglarse, en particular si eran para niños. Las hamacas eran muy preciadas, tener el privilegio de usarlas en el corto recreo era cosa de suerte, perseverancia o volumen corporal.

La única cosa que Cristen disfrutaba hacer, además de ver películas y escuchar historias, era que sus pies casi tocaran las hojas del viejo roble a una altura vertiginosa y luego dejarse caer hacia atrás sintiendo el viento en la espalda. Nadie en la escuela volaba tan alto con una hamaca. A veces, al momento de caer, inclinaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos. No había nada que se comparara a aquella sensación de caída libre.

Pero casi nunca podía alcanzar el cielo, muchas niñas solitarias las custodiaban hasta tener suerte, y al menos en la espera les pasaba el interminable tiempo del recreo. 

Las hamacas solían estar ocupadas y en la primera siempre se instalaba la Gorda. Se sentaba allí todos los días, durante todo el recreo. No se hamacaba realmente, apenas se mecía despacio observando sus pies. Era su lugar, nadie se lo peleaba o desafiaba. Nadie le hablaba, con la excepción de las dos flacuchas con ojeras como de mapache y piel cetrina, que solían acompañarla.

Esa tarde, la hamaca preferida de Cristen, una que conservaba algo de pintura rosa, cuya tabla era derecha y más se acercaba a las ramas del roble al remontar la altura, esa, estaba libre.

Septiembre es un mes de cambios, un día hace frío, mucho frío, porque el invierno aún no se va y otro, calor, calor que de pronto se vuelve pesado. El sol se tiñe de naranja, las hormigas aladas invaden todos los espacios y luego mueren por millares sobre las baldosas y los pupitres. Todo parece querer reventar de repente, los niños tienen los cachetes rojos, gritan, saltan, trepan, se arremangan sus jerséis abrigados tras una pelota. Las nubes se agolpan y la luz se vuelve más naranja, hasta que estalla la tormenta y el viento sacude las copas de los árboles. Entonces, el frío regresa, el viento se puede volver furioso y arrancar árboles de cuajo, y los niños ya no pueden jugar.

En una tarde así, la hamaca de la Gorda se rompió.

Se le soltó uno de los ganchos que unían el madero, y la tabla cayó deslizando su contenido directo a la tierra polvorienta del patio.

Cristen comenzaba a ganar altura impulsándose hacia atrás cuando casi chocó de frente con la Gorda.

—¡Dame la hamaca! —dijo cortándole el paso como una posesa.

—Llegué primero —le contestó reclamando un derecho que no era el de la cárcel, sino el de cualquier patio de cualquier escuela.

—Ahora es mía —insistió poniendo su gran cuerpo delante.

Cristen había caminado hacia atrás tensando los fierros engarzados por eslabones de hierro al máximo, parada en un puntas de pie, la posición necesaria para hacer una carrera y obtener el mejor impulso.

La Gorda no se movía, pero sus cachetes amenazaban con aureolas rojas.

—¡Sal! —gritó Cristen, que pegó un pequeño saltito sentándose en la tabla y acompañando este movimiento con el impulso de una caída vertiginosa.

La Gorda permaneció, tozuda, en su sitio. Cristen impactó de lleno con pies, hamaca y rodillas en el pecho de la Gorda, que cayó hacia atrás. No pudiendo evitar golpear la cabeza de la niña con la punta del borde filoso de la tabla.

Una maestra, que comía bizcochos sentada debajo de un árbol y conversaba animadamente con otra, vio a la Gorda caída y furiosa, y fue a ayudarla a levantarse.
—¡No te acerques a las hamacas en movimiento! Vamos al baño y lavamos esa cara y manos —le dijo en una mezcla de afecto y orden directa, observando preocupada el chichón rojo de su frente. La Gorda no protestó, pero miró con odio a Cristen antes de seguir a la maestra.

Pasado el hechizo del aire en el rostro y el cielo naranja detrás de las ramas del roble, y al descender de la camioneta bajo una luz azulada de una tarde que se volvía fría, Cristen recordó que las reglas de la cárcel eran otras. 

Cuando atravesaba los amplios pasajes, largos y con nichos oscuros producidos por las inmensas columnas de hormigón que sostenían la estructura colosal de su hogar, la Gorda apareció frente a ella. Ya no era una niña llorando por una hamaca, era una criatura grande y robusta, frente a una más pequeña en un universo que se regía por las mismas reglas de todos los universos.

La arrojó contra la pared en el recodo de un pasillo sin luz y luego la pateó varias veces en el estómago y la espalda. Lo hizo en silencio, sin decir una palabra, y Cristen recibió los golpes casi sin emitir sonido alguno, pero por más que intentó reprimirlo, finalmente, no pudo evitar vomitar.

Esa noche regresó a su cuarto, se tiró sobre la cama apretándose contra la pared y mirando la espalda quieta de su madre. Le dolía la columna, los hombros y los delgados huesos de su cuerpo. Todo le dolía y sin embargo no lloraba.

Cristen no lloraba nunca. Se tapó con una manta a cuadros, con frío y sin lograr dormir. Lo peor era el gusto ácido de la boca, ese no se le quitaba por más agua que tragara.

Las luces del edificio se apagaron gradualmente: primero el primer piso, luego el segundo y después el tercero, acompañado por el sonido de la llave bajando y pasos de zapatos duros contra el suelo. Mantenía sus ojos abiertos e inmóviles y dejaba que el silencio ocupara todo el espacio. Después de lo cual solo había oscuridad acompañada de frío húmedo, y finalmente, miedo. 

No era el mismo miedo que estaba siempre con ella en el día, acechando en los pasillos, no, este era diferente. Era de la clase que se lleva el sueño e incluso la respiración de muchos niños en todas partes y hasta de algunos adultos. Bien podría haber estado en un dormitorio hermosamente decorado y pintado de colores rosas, rodeada de juguetes, con ventanas vestidas con lindas cortinas y vista a un cuidado jardín; bien podría haber cerca una habitación con amorosos y atentos padres, preocupados por dejar luces encendidas en el pasillo; y posiblemente teniendo todo eso; Cristen tuviera miedo de todas formas. Pero estaba en una cárcel llena de oscuridad y sombras, y atravesaba con ojos espantados esa hora aterradora y mágica donde a veces se corre el límite de los universos, donde el miedo siempre puede transformarse en otra cosa. 

Un haz de luz plateada iluminó el borde de su cama y le dio directo a los ojos. Se dio vuelta inquieta. Finalmente se levantó, buscó la botella con agua que su madre solía guardar debajo de la cama y bebió algunos sorbos.

El rayo plateado atravesaba la habitación, y Cristen tomó su manta siguiéndolo.
Se asomó al pasillo, el dormitorio estaba al inicio del tercer piso del edificio. Podía escuchar en el sonido distorsionado de una radio a pilas, las voces de un programa de pastores que hablaban en español con acento brasileño. A la Morocha le gustaba hacer horas extras en la guardia nocturna y de esta forma evangelizar el sueño de las presas.

Respiró dos segundos, olvidando el dolor en el estómago, y más tranquila tras confirmar que la Morocha, única guardia, estaba abajo, en el primer piso y cerca de la puerta principal.

Aquella luz plateada que seguía venía de una ventana, la cual estaba al final del estrecho corredor y por algún descuido se encontraba abierta. Esta ventana era la única que tenía rejas y daba a la calle de un barrio común. Cristen caminó hacia ella comprobando que el origen de aquel fascinante haz era la luna.

Ese lugar, un pequeño rectángulo espectral sobre el piso de hormigón, era su preferido. Y antes de sentarse envuelta en la manta para ver el cielo, y en particular la luna redonda, antes incluso de mirar como siempre las casitas pequeñas, iluminadas por dentro, donde las familias cenaban, miraban televisión y vivían vidas; se sobresaltó al ver otra figura en la oscuridad.

Era la Vieja, que muy quieta estaba sentada en un banco recostado a la pared. Como casi siempre, no dormía y apoyada en un almohadón también parecía disfrutar de la luna.

—¿Te agarró la Gorda? —le dijo en tono burlón y sus dientes brillaron en la oscuridad al reírse. Cristen no contestó aunque tampoco quiso irse, le dolía algo más que su cuerpo, era su discurso interno, la disconformidad que crecía día a día.

—Eres lista —le dijo la Vieja. Y Cristen levantó sus pequeños hombros tratando de ser desagradable, era su manera de decir: «¡Qué me importa!»—. Puedes elegir, siempre se puede —sentenció la anciana. 

La niña mordió su labio inferior hasta casi dolerle, pero al ver la postura de la mujer se relajó y esperó. La Vieja siempre tenía historias o algo para contar.

—Las personas son de dos tipos, y no hay excepciones, son cazadores o son presas —le soltó, sabiendo que había atrapado su atención. 

Cristen enrolló su cuerpo flacucho debajo de la manta mientras sus ojos enormes y transparentes sobresalieron en medio del cabello enmarañado. 

Aquellos ojos se abrieron desmesurados, atentos, poseedores de una enorme fuerza que desentonaba con el aspecto frágil y desgarbado que poseía, como si en realidad no le pertenecieran—. Claro que la misma persona, en distintas circunstancias, puede ser presa o cazador, dependiendo con quién se encuentre y cuándo. Pero eso sólo los más débiles, porque los otros siempre son cazadores —continuó la Vieja con voz gastada. 

Cristen miró intrigada aquel rostro tranquilo y amable, dueño de tantas palabras, en su imaginación se parecía a Yoda, el personaje pequeño y arrugado de la Guerra de las Galaxias, que había visto el fin de semana en la tele de la sala común. Todos los domingos pasaban películas, y esa le había gustado mucho.

Le fascinaba la manera de contar historias de la Vieja, pero más que nada quería saber su secreto, porque ella, para Cristen, lo tenía. 

La Vieja era una extraña mujer, que respetada por todas y casi sin hablar, no se hacía notar nunca. La niña se preguntaba cómo sabía tantas cosas. Cosas que, estaba segura, todas aquellas mujeres no sólo ignoraban, no podrían entender aunque las escribiera en las puertas del baño o en el enorme muro de los fondos.

—¿La Gorda es un cazador? —le preguntó aceptando las reglas del mundo según la Vieja en tono burlón, pero esperando la respuesta con ansiedad.

—Claro que lo es, las personas siempre olfatean y miden a las otras todo el tiempo. Cuando detectan una presa la atacan, no importa quiénes sean.

—Pero no todos pegan —contestó con rebeldía Cristen.

—Los cazadores atacan con las armas que tienen, la Gorda solo tiene esas, pero también con palabras, incluso hasta con chistes lo hacen. 

—Soy débil y ella es muy grande. Qué digo grande, es un ropero, una masa contra la que yo no puedo hacer nada, y eso es todo —bufó Cristen apretando los dientes.

—No eres débil, solo lo pareces. Tu problema es que no quieres atacar, sientes lástima —sentenció la anciana desde la oscuridad, poniéndose la capucha del canguro para protegerse mejor del frío, mientras le salía vapor de la boca, pareciéndole a Cristen más igual a Yoda.

—¿Lástima de la Gorda? —le dijo perpleja, pensando en que no podía estar más equivocada—. ¿Usted es cazador? —Sacó de alguna parte valor para preguntar, tuvo miedo de ofenderla, que se enojara y que ya no quisiera hablar, pero la Vieja la miró con ternura.

—Los cazadores son peligrosos —le contestó en tono amargo —... nunca se sabe cuándo pueden atacar, ni ellos mismos lo saben. Por eso es mejor elegir desde el principio. 

—¿Elegir? —preguntó la niña sin entender.

—Sí, elegir. No importa las circunstancias adversas, siempre elegimos. Es decir: el cazador no debe esperar a estar acorralado y sin salida para reaccionar. No debe esperar a que sea tarde para que aparezca su verdadera naturaleza. Hay que ejercitarla antes. Uno debe ser siempre lo que es —le dijo mientras quedaba callada, mirando la nada, pensativa.

Los ojos de Cristen se habían acostumbrado a la penumbra, y la luna llena le permitió ver en aquellos ojos enterrados en fosas profundas, una sombra. 

Entonces la Vieja se levantó turbada, dando por terminada la conversación y desapareció hundiéndose en la oscuridad.

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