Cuentos de brujos
Crecí viendo a Hitchcock, me escondía detrás del sillón de la sala esperando que mis padres no me vieran allí acurrucada en las sombras. Quería ver al hombre de saco largo hablándole con complicidad a la cámara, explicando que en lo cotidiano está el horror. Que el hombre común se topa con el espanto como un niño se estrella contra una puerta de vidrio demasiado limpia.
Como presentación de este pequeño relato, Dentro del Huevo, recuerdo al gran maestro brujo del suspenso y la maldad que, paradojicamente, odiaba los huevos:
Los huevos me dan miedo, algo más que miedo, me repugnan. Esas cosas blancas, redondas, sin agujeros… ¿Alguna vez has visto algo más asqueroso que la yema rota de un huevo rebosando ese líquido amarillo? La sangre es alegre, roja. Pero la yema del huevo es amarilla, repugnante. Nunca la he probado. (Alfred Hitchcock, 1963)
Dentro del huevo
Micaela sintió alivio
cuando vio la carretera. El viento de la ruta era refrescante, no importaba que
las primeras heladas tornaran el aire frío. El sol hacía centellear al mar y el
rostro de Leandro que, sentado en el asiento de acompañante, había recuperado
su lado juvenil.
Todo le recordaba
cuando eran novios y acampaban cerca de la playa, siempre venía a sus
pensamientos el olor de su piel mezclado con el mar y la sal cuando quería
mandar todo al diablo.
El último año había
sido muy difícil para ella: se había estancado, del trabajo a la casa de sus
suegros y de allí a un comedor o a un living donde nunca dejó de ser visita. El
dormitorio que compartían era demasiado pequeño, como el salario de ambos, y
apenas dejaba espacio para su ropa y algunos pocos artículos. Leandro aún
estaba en la universidad, por lo que sólo trabajaba medio horario, y no parecía
apurado por recibirse.
"Esta chica"
así la llamaba su suegra, por la razón de que Micaela también era el nombre de
la hermana de Leandro, no podía haber dos en la casa con el mismo nombre.
—¿Cómo podríamos
llamarte? ¿Tienes segundo nombre, querida? —le había dicho casi al instante de
conocerla.
—Micaela —había
contestado desafiante. Desde entonces se odiaron en silencio.
Debió saberlo, pero no
lo quiso ver: casarse y mudarse allí en nombre del amor fue la peor decisión de
su vida. “Tiene a su mamá que le hace la comidita, y a la chica en la
habitación” pensó en ese instante y la indignación y la impotencia casi le
hacen hacer una maniobra equivocada. El auto zigzagueó por medio segundo.
Leandro miraba el celular y no pareció notarlo. Micaela recordó que para que
notara algo, tendría que arrojar el auto a una zanja.
Decidió recomponerse y
relajarse, la cabaña que les había prestado una pareja amiga sería una
oportunidad para arreglar las cosas o terminarlas.
Sonó el móvil de
Leandro, el ruido insistente de aquella alarma la sacó de su precaria paz.
Respiró profundo,
manejar su pequeño auto chino le hacía sentir aún dueña de su vida, era la
única cosa que aún tenía como propia.
—Hola, mamá —dijo
Leandro en aquel tono paciente que todo lo concedía. La voz del otro lado era
apresurada y autoritaria como siempre, absorbente hasta la médula.
—Mamá dice que no te
olvides de poner las milanesas en el refrigerador cuando lleguemos, que se van
a poner feas.
—¿Milanesas?
—pronunció la joven despacio, como si el concepto le fuera desconocido. Había
planeado hacer tallarines con queso, quizás papas fritas con kilos de mayonesa,
una nueva receta vegana, caminar desnuda por la sala con una flor en el ...
—Guardó una vianda en
tu bolso antes de que saliéramos —interrumpió sus pensamientos Leandro—. Hoy no
tenemos que pensar en la cena —le aclaró quitándole con cariño un mechón de
cabello de la cara, algo que no hacía hace tiempo.
—Había planeado
cocinar algo o que cocináramos juntos, como antes. Ahora que vamos a tener una
casa para nosotros solos…
—Me parece genial,
pero no tiene que ser hoy. Llegamos, nos acomodamos y comemos algo.
Las milanesas de la
vieja eran las milanesas de la vieja, y más cuando el hambre le apremiaba, ya
llevaban dos horas en la carretera, el sol se ocultaba detrás de nubes negras.
El paisaje se volvió gris y frío, y un estremecimiento le recorrió la espalda
por unos segundos.
—¿Tienes el google
maps? No quiero comerme la entrada —le preguntó en un tono áspero—. No podemos
manejar ni encontrar la casa en la oscuridad.
—Otra vez lo
haces.
—¿Hago qué?
—Tienes esa voz
enojada. ¿Por qué? Vamos a pasar un finde en una cabaña, nosotros solos.
—Porque las cosas no
están bien —dijo queriendo empezar de una vez con todo lo que le molestaba.
—Lo vamos a resolver
—le contestó en un tono conciliador y le tomó la mano por unos instantes —.
Podemos hacer lo que queramos, sino tienes ganas de milanesas, podemos cocinar
juntos. Puedo hacer unas pizzas, hay un horno de barro en el fondo.
—¿Y los ingredientes?
—dijo sabiendo que no lograba relajarse ni por un segundo.
—Es ahí la entrada
—señaló una estación de gasolina y una tienda al lado, lo único en kilómetros—.
Podemos comprar lo que nos falta allí.
Leandro lograba que
todo se viera tan sencillo que parecía bobo preocuparse por algo. Micaela
sonrió, le encantaba la idea de verlo con delantal o sin él.
El auto se deslizaba
ruidosamente por la calle de tierra, por ser otoño el balneario estaba
deshabitado, las pocas casas vecinas tenían candados en los amplios portones.
En frente, un bosque espeso se sacudía por el creciente viento, y detrás de la
casa, a sus espaldas, debajo de un barranco, el mar rugía.
Cuando bajaron del
auto, el cabello se le pegaba a los ojos por el viento, que entorpecía los
movimientos de ambos. El mar era tan estridente, que no se podían oír entre
ellos. La luz del sol ya se había ido, todo estaba envuelto en un resplandor
azul. Después de que Leandro abrió la puerta, ella se quedó parada en la
entrada vacilante. La cabaña tenía algo irreal, una mezcla de cuento de hadas y
de la casa de Norman Bates.
Era de piedra, el
techo de quincho, la pinocha la sumergía como si creciera dentro de un bosque.
Supuso que en un día soleado sería una casita encantadora, pero en un día
inhóspito, se veía espectral.
Una mesa rústica y un
refrigerador de los años cincuenta eran todo el mobiliario, además de un sillón
desvencijado recostado a un amplio ventanal que miraba al mar.
“La casa está hecha
para mirar el mar, que hoy está picado, parece enojado” pensó Micaela, al ver
relampaguear a la distancia un grupo de nubes muy negras.
—Qué raro, el
pronóstico era soleado —pensó en voz alta.
—Debe ser algo
pasajero. Lo bueno es que hay leña—dijo Leandro, observando la pila al costado
de una bella estufa hecha con adoquines azules.
—Sí, que venga la
tormenta, con rayos y centellas mejor, más lindo —dijo Micaela como queriendo
desafiar a la naturaleza y al universo. Olvidando el escalofrío que había
sentido al bajar del coche.
Nunca creyó que podía
haber tanta felicidad en desperdigar harina por doquier. Era una niña de tres
años jugando a cocinar. Aunque la masa era cosa de Leandro, que para eso tenía
mano, porque ella y la levadura no se llevaban, la salsa era su especialidad y
con los tomates que había encontrado en un cantero, rojos y aromáticos, le iba
a quedar soberbia.
—Es que la masa tiene
personalidad, hay que mimarla —le dijo enharinando la mesa, mientras Micaela le
sacaba la piel a los tomates con agua caliente.
—Lo sé, por eso es
toda tuya —le dijo acodada observándolo y sintiendo aquel olor de su piel que
la trastornaba y que creía era la razón de haber cometido todas las locuras.
El patio estaba a
resguardo del viento, seguro siempre soplaba fuerte en aquel sitio, y el horno
de barro, estaba limpio, listo para ser usado.
Otra vez el olor, esta
vez de la leña ardiendo, de la masa crujiendo, de su salsa de tomate, de las
albacas que había encontrado en una maceta, de Leandro mezclado con todo eso.
El aroma la idiotizaba por completo.
Los rayos comenzaron a
sonar fuerte, la noche se enfureció de mil formas.
—Mejor entramos y la
terminamos en el horno eléctrico —le dijo Leandro, al observar la tempestad que
arreciaba y las primeras gotas que comenzaban a caer. En el instante mismo que
sacaron la pizza del horno y aunque solo mediaban unos metros a la puerta y
aunque corrieron, el aguacero fue tal, que la masa se mojó.
—Aún podemos salvarla
en el horno eléctrico —sugirió Leandro al ver la carita triste de Micaela.
—Sí, ya está cocida
solo le falta un golpe y secarse. Podría incluso quedar más crocante.
Pero a los dos minutos
de encendido el horno, y en medio de una tormenta atroz, la luz parpadeó y dos
veces y luego se fue.
A las doce de la
noche, solo iluminados por la intermitencia de los rayos y el fuego de la
estufa, cuando sobre la mesa de la sala aún quedaban trozos de milanesa fría,
cortada en cuadraditos, Micaela y Leandro, absortos, se besaban sin importarles
que el viento sacudiera postigos y que fuera el fin del mundo afuera.
En el momento en que
un rayo alcanzó a un árbol del bosque, en ese preciso instante, alguien tocó la
puerta.
—Debe ser el
viento—supuso Leandro.
—Tac, tac —Otra vez.
—No, no es el viento
—dijo extrañada Micaela incorporándose del sillón y cerrándose la blusa.
Leandro abrió la
puerta con inquietud y un viento fuerte se metió dentro de la casa. Micaela lo
siguió detrás, intrigada.
Una anciana pequeñita,
arrugada como un pergamino y con el aire de una niña perdida los miraba debajo
del porche.
—¿Señora? —inquirió
Leandro mientras Micaela se sentía aún más inquieta.
La anciana no habló,
se quedó allí estática, llevaba una canasta con huevos y se los extendió ofreciéndoselos.
—¿Huevos? No, no,
gracias. No necesitamos —dijo Micaela, deseando que Leandro cerrara de una vez
la puerta.
Leandro vaciló.
—¿Es una vecina?
—peguntó intentando conjeturar qué hacía una mujer tan anciana en aquel fin de
mundo ofreciendo huevos.
La mujer negó con la
cabeza, volvió a extender la canasta delante del joven con rostro suplicante y
le mostró un cartel que decía 100 $ la docena. Otro rayo golpeó muy cerca e
iluminó un rostro que le hizo retroceder varios pasos a Micaela.
Leandro parecía
también incomodo, pero su educación y consideración por una anciana, que de
alguna forma también lo conmovía, no le permitían cerrar la puerta.
—No necesitamos
huevos, gracias —dijo el joven con más resolución.
La anciana mostró otro
cartel, mientras la tempestad le levantaba su vestido negro, hecho casi de
harapos.
Un huevo, un año de
felicidad. Dos, dos años, doce, doce años de felicidad. El cartel terminó por impacientarlos más. La
mujer no parecía irse por nada y Leandro, para sacársela de encima, decidió
comprarle los huevos. Eran un poco caros, pero a fin de cuentas no era nada. Y
tendrían algo para desayunar al otro día.
En cuanto la anciana
tomó el dinero, sonrió y se desvaneció en la oscuridad. Pero la imagen de su
cara con sólo tres dientes, dos abajo y uno arriba, quedó fija un instante en
la mente de Micaela, que sintió un nuevo y peor escalofrío.
Al cerrar la puerta,
el alivió de ambos fue inmediato, como si aquella mujer no fuera real, sino un
espectro de la noche y de todos los ridículos miedos de la noche.
Como queriendo
deshacer un maleficio con un baño de realidad, Leandro fue el primero en
hablar, después de un prolongado silencio:
—Debe ser una anciana
muy pobre, que le vende a los turistas. Y como nosotros somos los únicos…
—Sí, pobre mujer —dijo
Micaela respirando con alivio.
El sol en la ventana
la animó. La belleza del paisaje era imponente, ni rastro de la noche anterior.
Desde el dormitorio podía ver el mar y las olas espumosas de un paraíso. El
aire era de otoño, fresco, pero limpio como el cielo. A Micaela le gustaba el
frío, y la tibieza del sol de otoño. Podía tranquilamente sumergirse en las
aguas heladas del sur. Abrió las ventanas de par en par y se levantó de un
salto para preparar el desayuno.
Detrás de ella,
refregándose los ojos lagañosos, Leandro la siguió. Hubiera preferido dormir
hasta el mediodía, pero el sol en el rostro se lo impidió, y el entusiasmo de
Micaela por aprovechar al máximo aquel lugar lo arrastró como si, aún
somnoliento, hubiera caído en un río crecido y fuera de su curso.
Leandro sacó dos tazas
de la alacena mientras Micaela ponía la cafetera italiana en una hornalla. Dio
vuelta las tostadas en un sartén y fue por los huevos.
Rompió uno al lado de
la tostada y entonces el mundo se vino abajo.
Una cosa
verdenegruzca, algo que no se sabía qué era había caído en el sartén y saltaba
con el aceite. Y el olor, el olor, el olor. Nunca se olvidarían de ese olor y
Micaela nunca se lo quitaría de encima. El olor a podrido era de tal magnitud,
que ambos salieron corriendo afuera de la casa. Micaela no podía parar de
vomitar y Leandro se quedó tirado en el césped crecido, atontado, como si el
río lo hubiera escupido a un pantano putrefacto.
Micaela se levantó en
cuatro patas y miró la casita de cuento de hadas con ojos desencajados y enrojecidos
por el asco.
—Hay que sacar esa
cosa de ahí —dijo agitada.
—Yo no voy a entrar
—dijo aterrorizado Leandro.
—¡Cobarde! —le acusó
Micaela.
Aunque no respiró,
entrar fue un suplicio, era como si el jedor le penetrara la piel. Tomó la
canasta y corrió hacía el barranco. El mar la ensordecía, nunca paraba aquel
sonido y el viento hacía que su pelo le tapara los ojos. Igual, tambaleándose y
mareada la arrojó unos tres metros para abajo. El viento soplaba en su
dirección y una nueva oleada nauseabunda, mucho peor que la anterior, llegó
hasta ella. Pero la resistió, por una razón: la curiosidad. Once huevos habían
estallado en los cantos rodados, y una cosa negra, algo como embriones
descompuestos parecían yacer en el fondo.
No importó que
abrieran todas las ventanas, y puertas, trapearan todo, que se bañaran tres
veces, con todo el jabón y un frasco entero de shampoo. El olor de la casa y de
ellos no se quitaba.
Micaela manejaba
rápido de vuelta por la carretera, todas las ventanas de su auto chino estaban
abiertas y aun así, ya había tenido que detenerse tres veces a vomitar. Sólo
bilis, porque no tenía nada en el estómago.
Mientras lo hacía,
había comenzado a llorar desconsoladamente.
—Tranquila, no fue
nada. Cuando lleguemos a casa lo olvidaremos.
—No regresaré a esa
casa.
—¿Qué dices?
—No. Me voy con mi
madre.
—No seas niña.
—El inmaduro eres tú.
—¿Yo? Sabes que con lo
que ganamos no podemos alquilar nada y menos pagar el depósito del Hipotecario.
Mis padres sólo nos ayudan.
—Todo mi sueldo se lo
come tu familia, con la historia esa de ayudar.
—No es cierto, vives
para tu auto.
—Cómo te atreves
—gritó Micaela fuera sí.
—No puedo trabajar más
horas. Voy a la facu en la noche.
—Si jugaras menos
juego de video con tus hermanos, ya habrías terminado la carreara hace un año.
No quieres hacerlo, no quieres encarar.
—Mi madre tiene razón.
Eres una egoísta.
—¿Eso dice tu mamita?
Maldito pollerudo, inmaduro —Las llantas chirriaron y el autito zigzagueó
peligrosamente, mientras la discusión aumentaba la temperatura.
—Sí, solo piensas en
ti. Si hubieras vendido el auto como ella propuso, tendríamos dinero para un
enganche.
—¡Vete a la mierda!
—dijo antes de perder el control y terminar con el auto en una zanja.
Leandro miraba la tele
en la sala, tenía un pie enyesado y estaba deprimido. Su madre intentaba
levantarle el ánimo.
—Ayer la vi. Estaba
preciosa. Aún me culpa por lo del auto.
—¿Ella lo dejó como
chatarra y te culpa a ti? Es una histérica, mejor que se terminara —le dijo
mientras le acomodaba un cojín debajo del pie.
—Habíamos hablado por
el móvil, me pareció que quería volver a intentarlo, y cuando nos vimos empezó
a hacer arcadas. Dijo que sigo teniendo olor a huevo podrido. Ya pasó una
semana. Le he preguntado a mis amigos, nadie siente ese olor, salvo ella —decía
el joven entristecido.
—Por supuesto que
nadie lo siente, es una loca. Olvídala. Voy a prepararte algo que sé te gusta
mucho—le dijo su madre. La mujer fue a la cocina donde tenía apilados trozos de
carne listos para empanar. En un plato rompió dos huevos frescos que sacó de
una canasta y comenzó a batirlos. —Un huevo fresco, un año feliz, dos, dos años, tres, para
siempre —susurró mientras contenta preparaba las milanesas a su niño.
Comentarios
Publicar un comentario