La ciudad de fuego: Capítulo 3


 



Al día siguiente, la Gorda entró en último lugar a clase. Sus lentos pensamientos no lograban atar las ideas del todo, pero sabía que nunca dejaría de sentarse al final de la fila, detrás de aquellas otras niñas. Caminó arrastrando los pies, como si llevara grilletes, y se sentó sin levantar la vista, con el voluminoso cuerpo de elefanta quieto, como sus ojos, entreabiertos en una extraña expresión, y miró por un tiempo excesivo sus pies regordetes, embutidos en aquellos zapatos usados, que le apretaban un poco en las puntas y que hacían parecer a sus pies muffins.

A media noche Cristen corrió lentamente su mano por el vidrio empañado para ver la luna en forma de cuña, que en dos días sería negra.

—¿Y no se puede no ser ni uno ni lo otro? —le preguntó pensativa, como queriendo alcanzar o detener a aquella luna de alguna manera, y evitar que se hiciera negra.

—¿No ser cazador y no ser presa?... difícil —dijo la Vieja lanzando una pequeña risa irónica—. Hasta en una inocente conversación se repite casi instantáneamente entre unos y otros. Aun así, se puede, pero exige años de práctica. A mí me llevó muchos y aún a veces fallo. Porque el cazador puede esconderse y camuflarse, pero sigue siendo cazador —sentenció la enigmática anciana que pese a su aspecto insignificante cargaba su voz cascada de algo pesado y profundo, que bajo aquel pedazo de luna, le parecían a la niña las palabras más verdaderas del mundo.

Al irse a dormir y taparse debajo del pedazo de manta que le sobraba a su madre, esas últimas palabras rondaron y se repitieron varias veces en su mente.

Dos noches después, mientras la Morocha escuchaba a su pastor hablar del infierno, la Vieja continuó su explicación.

—Existe un tercer tipo que es muy raro y se esconde muy bien —le dijo con aire misterioso, mientras miraban el espacio vacío y negro de la luna nueva.

—Entonces, ¿sí es posible no ser cazador ni presa? —preguntó Cristen animada.

La Vieja se rio con aquel humor negro que le conocía, y la niña pensó que al fin le diría lo que esperaba hacía ya varias noches.

—Te contaré una historia que estoy segura te gustará, y entonces sabrás a lo que me refiero —le dijo cambiando la posición en la que estaba sentada y mirando hacia el cielo estrellado.

»Hace muchísimo tiempo, antes de que el hombre habitara todo el planeta, y cambiara su geografía, cuando los animales eran libres, y otras clases de seres vagaban por la tierra, también libres. En un valle escondido, cercado por montañas de piedra y picos nevados; había un bosque espeso y oscuro, en la parte más alta del valle. Este bosque, así como la llanura cercana, eran el hogar de un grupo de ciervos.
»Los ciervos buscaban refugio de sus depredadores entre los árboles y el espeso follaje del bosque. Pero sucedía que las mejores pasturas estaban en las partes bajas, en el llano.
«El mayor peligro para ellos era el acecho de las fieras. Estas fieras no eran cualquier fiera, eran criaturas tres veces el tamaño de un león actual, con colmillos como sables. De esos ya no quedan —dijo la Vieja y Cristen abrió grandes sus ojos de un verde raro, indefinido, y que la oscuridad volvía pardos. Había visto en el museo, al que habían ido con su escuela la semana anterior, el esqueleto de un dientes de sable, y sabía que esos animales habían existido.
—¿Este bosque era dónde estamos ahora? —quiso saber, llevada por una imaginación desbocada.
—Es cierto, ese sitio pudo haber sido aquí mismo, donde se encuentra está ciudad, y este edificio. Entonces, había bosques antiguos y espesos con árboles del tamaño de rascacielos y toda clase criaturas fantásticas entre las que se encontraban los leones dientes de sable.
—¿Por qué todo cambió?—quiso saber la niña.
—Bueno. Esos bosques con el tiempo fueron siendo menos extraordinarios, todas las cosas se hicieron más pequeñas y menos mágicas.
«Pero esa es otra historia. Volviendo a aquel entonces, este mundo estaba poblado de cosas sorprendentes y posiblemente, sobrenaturales.
«Es así que los ciervos, aunque muy débiles en comparación con los dientes de sable, eran muchos, por eso mezclarse tratando de no sobresalir era lo más seguro para ellos, y por esto, las fieras siempre buscaban apartar a los más vulnerables para devorarlos en lugares descampados.
«Sucedió que entre los ciervos había uno más delgado que los otros, más pálido y tembloroso, una criatura distinta; cuyos ojos eran de otro color, pero eso ninguno lo notaba.
«Un día, una fiera lo sorprendió solo, mordisqueando hierbas. Este ciervo en vez de mezclarse entre sus compañeros, como hacían todos, corrió al descampado, hacia un acantilado.
«La fiera siguió a la insignificante criatura, excitada. Olía el miedo mientras el ciervo, desbocado, corría al abismo escarpado donde terminaba aquel nefasto llano.
«Al llegar al final del camino, sus largas extremidades se despatarraron con el cuerpo deformado por el miedo. Quebrado, se desdibujó su figura de ciervo, siempre tan elegante y saltarina. Acorralado, temblaba, sin poder ya retroceder, porque había un abismo en su espalda.
«La fiera se relamió, aquella criatura tenía un aroma dulzón, algo irresistible emanaba de su piel mientras temblaba.
«De pronto, el sacudimiento muscular de la presa se transformó en un sonido ronco, y sus orejas, demasiado puntiagudas, adquirieron un raro ángulo. La fiera dudó, descubriendo que los ojos de aquel ciervo tenían algo diferente, que su pelaje era muy corto y duro, de un color más blanquecino, con menos manchas que el de la mayoría de los ciervos. Y su boca, su boca se había deformado de una manera anormal…—La Vieja hizo una pausa en su relato, la radio de la policía estaba apagada, había demasiado silencio. Cristen estaba atenta, ansiosa para que continuara.
—¿Y entonces qué pasó con el ciervo? —le rogó con impaciencia la niña.
—El ciervo que no era ciervo, porque esa no era su especie, sacó sus enormes colmillos.
—¡Ah! —El corazón de Cristen se aceleró, intentando imaginar aquella criatura de pronto tan extraña.
—¿No era ciervo? —le dijo Cristen fascinada, adivinando en el cielo el círculo invisible de la luna negra.
—No, solo se veía como ellos.
—¿Y qué le hizo a la fiera? —le preguntó ya conociendo la respuesta.
—¿Qué le va a hacer? Comerle el hígado, por supuesto —contestó la Vieja riéndose entre dientes.
Y regresó a la mente de Cristen el rostro desencajado de la Gorda en el baño, dos noches antes.

La Gorda la había empujado, y Cristen había caído pegándose contra la perilla de la ducha. Pero antes de otro golpe, aquella niña delicada empezó a hablar.
—No te voy a decir lo que se comentaba de ti hoy en la escuela —le soltó con una voz tranquila y segura, una voz muy distinta a la que todos le conocían incluida la misma Gorda. Y tal vez por eso, o por curiosidad, la bravucona se detuvo un instante, mirando aquellos ojos de un verde raro.
—¿Qué? —le dijo frenando la manaza en el aire, y Cristen vio en sus pequeños ojos, hundidos por aquella frente ancha y plana, la curiosidad.
—Siempre cuchichean cuando no las vemos.
—¿Quiénes?
—Camila, y las amigas de ella. Sólo los que son de acá no lo saben aún.
—¿Qué es lo que aún no saben los de acá? —le gritó casi enseñándole sus dientes parejos y extrañamente pequeños que contrastaban mucho con su enorme cara en forma de pelota, y que la dotaban de un aire anormal.
Cristen no dijo nada, bajó sus ojos lentamente a los zapatos de la Gorda, y luego volvió a subirlos con la misma lentitud.
—¿No viste sus iníciales dentro… verdad? —le dijo y su voz era pura intriga.
La Gorda desesperada la soltó, se miró sus zapatos, luego se los quitó y observó el interior a la altura del talón. Era verdad, dentro había dos letras bordadas con hilos dorados—. La madre de Camila regala la ropa vieja para las presas —le dijo con lentitud Cristen, que observaba atentamente el rostro de la Gorda. Su expresión desencajada le animó a continuar sin ya poder detenerse. —Ellas saben que ahora que has usado sus zapatos, con sus iniciales, nunca dejarás de ser una «presa» —le dijo como pronunciando una sentencia encantada, una fórmula mágica y maldita que solo aquellas niñas entendían.
—¡No puedes decirlo! ¡No puedes volver a decirlo! Nadie puede saber que son los zapatos de Camila —gritó la Gorda casi llorando.
—No te preocupes. Sólo yo lo sé —le dijo con lentitud incorporándose y mirándola fijamente—. Solo yo sé la verdad.
La Gorda se dejó caer gravemente herida, resbalando contra los azulejos blancos, con la espalda empapada.
—No lo vuelvas a decir —balbuceó.

Por un instante se detuvo vacilando, pero luego continuó, esta vez, hasta hundir más palabras en el pecho de la niña, cuyo llanto se transformó en un ahogo silencioso.
Cristen volvió del recuerdo de aquel incidente con la Gorda en el baño al rostro impasible de la Vieja.
Su maestra estaba muy quieta, atendiendo lo que acontecía en los pisos de abajo, en silencio.
—¿Cómo sigue el cuento?, por favor —le rogó desesperada, pero la Vieja la calló antes.
—La escalera —le dijo susurrando y poniendo el dedo en los labios. Los pasos de la Morocha ya se sentían muy cerca.
La Vieja se levantó pronta a desaparecer, pero Cristen insistió también susurrando.
—¿Por qué lo hacía? ¿Por qué se parecía a un ciervo y emboscaba a las fieras? —le preguntó con aprensión, poniendo en la pregunta toda la angustia de su duda interior, de aquello que en verdad la atemorizaba al dormir y que se colaba en sus pesadillas.
—Porque era la tercer cosa que se puede ser: un cazador oculto.
La Vieja desapareció en la oscuridad. La Morocha pisó el último escalón del tercer piso, pero Cristen no huyó. Por el contrario, la esperó sentada al final de la escalera y esa fue una noche extraña, mágica y silenciosa.

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