La ciudad de fuego: Caítulo 2
En la mañana, los pasos firmes de
la Morocha terminaron cerca de la ventana donde Cristen había estado con la
Vieja, la noche anterior.
La policía, muy flaca, de tez
oscura y peinada con el cabello atado y tirante, recogió lentamente una manta
del suelo.
Unos minutos después, niños de
túnicas blancas y moñas azules bajaban en bandada corriendo por las amplias
escaleras hacia la puerta de salida.
La camioneta estaba estacionada
como de costumbre con el motor encendido, mientras, la Morocha, parada en la
entrada, observaba a los chiquillos correr y esperaba.
Cristen también bajó corriendo,
enredada con su moña aún sin hacer y tan desgreñada como siempre. Al pasar
cerca de la guardia aminoró el paso sin levantar la vista. La policía, como si
fuera un pescador de mariposas provisto con una gran red, la miró desde la
puerta a la que estaba recostada y la dejó dar algunos pasos, para luego,
mientras cruzaba debajo del marco, detenerla.
—¡Alto! —Cristen se paró
sobresaltada—. ¿Por qué corres?
—Es tarde —contestó sin casi aire
en los pulmones y susurrando por la impresión que le causó la intervención
repentina de la guardia.
—¿Y por qué es tarde? —insistió la
uniformada, pero Cristen no contestó, sólo miró el suelo—. ¿Será porque eres
una vaga?, ¡hazte la moña y camina! —le dijo, y Cristen rearmó como pudo su
moña y fue a continuar, pero la Morocha la volvió a detener―.
¡Espera! Dime: ¿esto es tuyo? —Y le
mostró la manta que había olvidado la noche anterior.
—No.
—¿No? ¿Estás segura? Mira que hoy
va a caer helada.
—No es mía —le contestó mirando al
piso, pero con resolución.
—Bueno, entonces será de otro. Te
puedes ir —le ordenó y Cristen continuó su camino, no sin escozor en su espalda
por el temor a que la Morocha volviera a detenerla.
Pero eso no ocurrió, y logró
ascender a la camioneta que, a esa altura, sólo la esperaba a ella, mientras el
resto de los niños, entre risas y murmullos miraban la bochornosa situación
desde las ventanillas.
La camioneta llegó a la escuela y
los niños que bajaron de ella se mezclaron con otros que entraban y también
vestían túnicas blancas con moña azul.
Una niña rubia de coletas, con
chaqueta color fucsia, llamada Camila, se dio vuelta y miró el vehículo.
—Llegaron «las presas» —le dijo a
otra al oído, aunque con voz lo suficientemente alta como para que Cristen
alcanzara a escuchar aquellas palabras tan dolorosas para algunos de sus
compañeros. En ese preciso instante, detectó como la Gorda, que caminaba un
poco más adelante de ella con la cabeza gacha y su andar lento, pateaba con
rabia una piedra que nadie veía, tras haber sentido, con toda seguridad, las
mismas palabras.
Ya dentro de clase, Cristen
escribía en su cuaderno con un lápiz de grafo oscuro y sucio, y borraba con una
goma de pan sobre manchones negros, cuando de pronto, al hacer demasiada fuerza
con la goma sobre el papel, este se rompió.
Al ver el borrón sucio y la hoja
perforada en medio, una ola de frustración la invadió y suspiró fastidiada
cerrando el cuaderno con brusquedad, como queriendo tirarlo lejos.
La niña llamada Camila que se
sentaba al lado de Cristen pero nunca le hablaba abrió una cartuchera amplia de
color rosado, con dos iníciales en hilos dorados bordadas y con muchos lápices
de colores y gomas con formas de flores y animales. Cristen no entendía por qué
esa niña bordaba todas cosas con sus iniciales, y se dedicó a observar unos
segundos aquel despliegue sofisticado. Unas gomas con ojos de animales: lobos,
osos y leones la miraban como incitándola a tomarlas. Y mientras pensaba que
debían de ser de esas que brillaban en la oscuridad, sintió que alguien le
golpeaba la espalda. Al instante los músculos se le tensaron, era la Gorda.
Todos los compañeros de cárcel
estaban al fondo del salón. Cristen era la última en la frontera que separaba
la franja de túnicas amarillentas, de las blancas; las coletas bien peinadas,
de los cabellos enmarañados y algo sucios; los colores rosados, de los grises.
Solo los muchachos se mezclaban sin diferencias, pues ellos jugaban todos
juntos al fútbol, pero las niñas siempre fueron distintas.
Y la Gorda, que por lo general se
sentada bien al fondo, hoy estaba a su espalda.
—¡Dame la goma! —vociferó exigente.
Otros tres niños del fondo
levantaron la cabeza e intercambiaron miradas entre ellos.
Camila cuchicheaba con otra niña
del asiento delantero y no prestaba ninguna atención, como si aquella voz anti
sonante perteneciera a otra frecuencia, una que no podían sentir por alta que
fuera.
—Ahora la estoy usando —le contestó
Cristen simulando indiferencia y dándole vuelta la espalda.
—¡¿Qué?! —le gritó la Gorda con la
cara más roja que antes y pateándole la pata de la silla, que se sacudió con
violencia. Cristen, entonces, en un arranque incomprensible incluso para ella
misma, tiró la goma por la ventana abierta, mientras los otros niños que
miraban se reían.
Más tarde, de regreso y durante
todo el viaje, sintió los ojos de la Gorda clavados en su nuca ¿Acaso quería
morir?, ¿qué le hubiera costado darle la maldita goma?, se preguntaba sin
encontrar acomodo en el asiento.
Evitando mirar hacia atrás en algún
momento, se bajó de la camioneta y entró en la cárcel. Mientras penetraba por
la gran puerta de doble hoja en una entrada ancha y subía los escalones de
hormigón gris, sintió a la Gorda caminar a su espalda, aunque no se dio la
vuelta para comprobarlo y la perdió en un pasillo pequeño, por el que corrió
saliendo a otro pasillo más grande. Después, la evitó todo el día, sabiendo que
finalmente sería cuestión de tiempo para que la encontrara.
Durante la noche hubo helada y las
noches siguientes, en la tercera ya no le importó el frío ni el riesgo. Sus
dedos estaban enrojecidos por los sabañones y los pies le dolían al caminar por
lo mismo. La luna ya no era un plato brillante, le faltaba un trozo por debajo.
Llegó primero que la Vieja, y se alegró cuando
percibió su sombra cerca.
—Entonces… ¿Porque parezco débil me
atacan? —le dijo tomando la iniciativa y continuando la conversación
exactamente donde había quedado.
—Digamos que por alguna razón, poco
común, siempre atraes a las fieras —le sonrió con malicia su amiga.
—¡Ah! Genial, porque soy…
«especial» se las agarran conmigo.
—No, si te decides —Y la Vieja casi
se carcajeó, soltando una risa que se parecía más a una tos rasposa, como si
hallara algo divertido en todo ello. Después no hubo historia ni palabras, el
silencio, que tenía tanta presencia como el frío, no era incómodo: cuando las
estrellas refulgían de aquella manera y todos los misterios parecían esparcidos
en una sábana que no se sabía si era negra o de un azul desconocido.
«Sentir lo desconocido» así lo
llamaba su maestra, era aquella mezcla de miedo y vértigo, un extraño placer
que la Vieja y la niña compartían y que desde un principio las había unido al
sorprenderlas una noche mirando por la misma ventana.
En la tarde del sábado aunque había
sol y todos los niños estaban en el patio, Cristen se escondió en su pieza
junto con su madre, quién nunca salía de allí.
Por unos instantes aquella mujer
con aire ido y caminar pesado, había estado sentada haciendo algo.
Lentamente dobló la ropa, y preparó una
taza grande de leche con gofio y trozos de miga de pan viejo dentro. La leche
estaba fría, el pan se deshacía en una masa compacta formando grumos que a Cristen
le resultaban asquerosos.
Miró el esfuerzo monumental de su
madre, que en un poco común momento de lucidez, había hecho alguna cosa por
ella. Entonces, haciendo uso de extraordinario valor, lo bebió rápido,
ignorando la peor parte: el momento en que el pan blanduzco debía pasar por su
garganta. Temía que en ese horrendo instante podría no lograr evitar el casi
irrefrenable reflejo del vómito. Pero lo soportó estoica, conforme con evadir
al menos a la Gorda en la merienda.
Observó con atención a aquella mujer ojerosa,
con el cabello desteñido, de medias caídas, y finalmente preguntó:
—¿Por qué la Vieja habla distinto a
todas?
Su madre la miró, era una mirada
ida, sudada, sin ninguna paciencia, pero increíblemente dispuesta aún a
contestar.
—Dicen que era profesora de
literatura —Aquella voz era monótona y mecánica.
Y con el mismo tono que antes y
dándole un natural y similar valor que a la pregunta anterior, Cristen le dijo:
—¿Es cierto que es una asesina?
La bofetada fue fuerte, enrojeció
el rostro pequeño de la niña y la mirada de su madre aún más desequilibrada.
Cristen corrió de allí sintiendo como el cuerpo de su madre se desplomaba
nuevamente en un catre.
Los pasillos y piezas estaban
vacíos, todo el mundo disfrutaba del sol o merendaba, incluida la Gorda, quién
solía merodear casi siempre la cocina, y cuya madre era una de las encargadas
de preparar alimentos para todas.
Cristen miró al final del profundo
pasillo principal. El sol entraba por las amplias y altas ventanas a los
costados, creando líneas diagonales.
El efecto visual le pareció un
ensueño que la podía transportar, algo encantado que la despegaba del suelo,
aún así, decidió caminar con cautela, desconfiada. Todo parecía vacío y
silencioso, pero nunca sabía qué encontraría al doblar a la derecha, al final
de su ala. Su habitación era la primera del ala pequeña, la de la Vieja era la
última del ala grande, donde solían estar las mujeres que no tenían hijos y con
las penas más largas.
Observó que el pasillo continuaba
despejado y silencioso. La Vieja estaba abajo, la había visto tomando sol.
Sabía que por alguna razón su pieza era respetaba por todas. Ni siquiera las
jóvenes adictas, siempre desquiciadas, osaban entrar, por lo que suponía que
estaría abierta. En realidad, todas las habitaciones estaban siempre abiertas,
sólo el salón de informática, por tener conexión a internet, era el único lugar
que permanecía cerrado con llave.
Evaluó de nuevo sus opciones, no
había nadie en el pasillo, así que corrió. La puerta se abrió sin dificultad,
entró rápido y la cerró.
Ella quería saber la vedad. Algo había
escuchado sobre aquella mujer, algo que las dos presas que encontró hablando en
voz baja se callaron en cuanto la vieron.
El dormitorio era pulcro, sólo
había una cama con una colcha roída, una mesa vacía, algunos estantes con ropa,
un jabón neutro sobre una toalla, algunos libros apilados en el suelo y ninguna
cosa más. Nada de fotos, ni osos de peluche, velas de colores acompañando
vírgenes umbandistas o tarjetas navideñas. Ni siquiera había ropa tirada sobre
una silla. Todo se veía ascético y desnudo. Divisó en lo alto del ropero, en un
lugar inaccesible para ella. un único objeto que rompía aquel vacío, pero
conservando la aspereza. La figura contorneada y oscura de un estuche negro
sobresalía como un signo de pregunta. Creyó reconocer el estuche de algún instrumento
musical y decidió no intentar alcanzarlo en esa oportunidad. Se sentó pensativa
sobre la cama de resortes y elásticos, tan dura como la de un faquir.
Había oído que la Vieja sí guardaba
un recuerdo, uno oscuro como su pasado. Y algo le decía que no estaba en el
ropero ni tan a la vista. Entonces, se agachó y miró en el lugar obvio, debajo
de la cama.
Y allí, entrevió algo que parecía
una valija. La arrastró hacia afuera y comprobó que efectivamente, era una
valija pequeña, de otra época, marrón, cuadrada y blanca de polvo.
La apoyó sobre su falda, y levantó
despacio los dos precintos herrumbrados. Con ruido como de resortes oxidados y
tras volar el polvo hacía su cara, la portezuela se abrió.
Se encontró con recortes de
periódicos amarillentos. Lo único que alcanzó a examinar antes que los pasos en
el pasillo la hicieran saltar y guardar todo rápido, la imagen que quedaría
grabada en su retina para siempre fue el cuerpo de un hombre muerto sobre la
acera. Las baldosas grises estaban manchadas de sangre, a los pies de un
paraíso de raíces profusas que levantaban el suelo. Alrededor, bolsas de basura
de nylon blanco, también ensangrentadas, le daban a la foto su carácter más
siniestro.
Cerró lo más rápido que pudo la
valija y la volvió a empujar debajo de la cama. Se aprontó para correr, pero
fue tarde, la Morocha estaba dentro de la pieza.
Los ojos marrones de la guardia
brillaron felices al comprobar algún tipo de sospecha.
—¿Qué buscas? ¿Dinero, caramelos?
—Nada.
—Ya te dije que es una asesina.
—Cristen bajó la cabeza y no
contestó. La Morocha le había advertido de la Vieja al oírla preguntar por
ella, y había querido reducir todo misterio a aquella palabra a la que la niña
no parecía lograr dar un significado completo.
—¡Mírame! ¡Contéstame! —gritó la
policía, llenando su voz de desprecio.
Cristen la miró en silencio, con el
cuerpo contraído como si esperara un golpe en cualquier momento —. No hay nada
que saber, lo que importa yo te lo voy a explicar —le dijo casi sonriendo al
verle la cara de susto—. La Vieja parecerá una abuelita buena, pero a la última
que tocó sus cosas… —Y le hizo la seña de cortar gargantas, mientras Cristen
permanecía en silencio e inmóvil—. Acá hay reglas que todas respetamos, por eso
pueden vivir con sus madres adictas, asesinas y putas, todas como una gran
familia —sentenció, bañando la última frase de una burlona ironía. Cristen
permanecía callada mientras la mujer continuaba con mayor entusiasmo sus
palabras —. Si fuera tú madre, te daría una paliza, pero esa está empastillada
todo el día. Ahora te va a tocar lavar los baños, y si te vuelvo a ver
husmeando por ahí, te vas al Instituto.
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